Sopot

El aire fresco del Báltico me despertó antes de que sonara la alarma. Desde la ventana de mi habitación en Sopot, el mar se veía tranquilo, como si también supiera que este era mi último día aquí antes de partir a Suecia. Me quedé unos minutos más en la cama, disfrutando del sonido lejano de las gaviotas y del murmullo de la ciudad que apenas despertaba.

Después de una ducha rápida, bajé a desayunar. Elegí una cafetería en Monte Cassino, la calle principal de Sopot. Un café fuerte y una porción de sernik, el clásico pastel de queso polaco, me dieron la energía que necesitaba para el día. Mientras tomaba el último sorbo de café, miré a mi alrededor, tratando de grabar cada detalle: los adoquines gastados, los artistas callejeros afinando sus guitarras, el bullicio de los turistas.

Antes de despedirme de la ciudad, fui al Molo de Sopot por última vez. Caminé hasta el final del muelle de madera, dejando que el viento frío despeinara mi cabello. Cerré los ojos por un momento y respiré profundo. Este lugar había sido mi hogar por un tiempo, pero ahora era momento de seguir adelante.

A media tarde tomé el tren hacia Gdańsk. En el trayecto, miré por la ventana mientras el paisaje pasaba en un borrón de colores grises y verdes. Gdańsk me recibió con su encanto medieval y su historia vibrante, pero no tenía mucho tiempo para explorar. En la estación, revisé mi pasaporte y el boleto del ferry con destino a Nynäshamn, Suecia.

En el puerto, vi el enorme ferry que en unas horas me llevaría al otro lado del mar. La emoción y la nostalgia se mezclaban dentro de mí. Subí a bordo con mi mochila al hombro, saludando en un torpe “hej” a la tripulación sueca. Encontré mi camarote y dejé mis cosas antes de salir a cubierta.

El ferry zarpó cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás del horizonte. Me apoyé en la barandilla, viendo cómo Gdańsk y Sopot se desdibujaban en la distancia. Sentí el aire salado en mi rostro y sonreí. Un nuevo capítulo estaba por comenzar.

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