Mi primer viaje en interrail comienza en Aix-en-Provence, esa ciudad que parece un poema de piedra y sol, donde cada rincón invita a detenerse y disfrutar del momento. Con mi mochila al hombro y el corazón palpitando de emoción, tomé el tren en dirección a Marsella, sabiendo que era el verdadero inicio de una aventura inolvidable.
Marsella me recibió con el bullicio característico de una ciudad portuaria vibrante y llena de vida. Me instalé en el hostel Vertigo, un lugar con encanto bohemio que me dio una cálida bienvenida. Allí, compartí habitación con viajeros de todas partes del mundo, y sus relatos me llenaron de inspiración para seguir explorando.
Comencé mi recorrido por el puerto viejo, el Vieux Port, donde los barcos oscilaban suavemente y las gaviotas volaban en círculos, casi como si estuvieran pintando el cielo. Caminé por la Fontaine de la Place Thiars, con sus cafés y terrazas animadas, llenas de risas y conversaciones en mil idiomas. Allí me detuve para disfrutar de un café mientras observaba a la gente pasar, cada uno con su propia historia.
Más tarde, emprendí la subida hasta la basilique Notre-Dame de la Garde, un esfuerzo que valió cada paso. La colina parecía eterna, pero cuanto más avanzaba, más impresionante se volvía la vista. Al llegar a la cima, me quedé sin palabras. Desde allí, Marsella se extendía como un mosaico de techos rojos, el azul profundo del Mediterráneo y los barcos entrando y saliendo del puerto. Dentro de la basílica, la atmósfera era solemne y cargada de historia; las maquetas de barcos colgando del techo me recordaban el vínculo eterno de la ciudad con el mar.
Al caer la tarde, con el sol pintando el horizonte de tonos cálidos, regresé al hostel con las piernas cansadas pero el alma ligera. Marsella me había mostrado su esencia: una mezcla de tradición, modernidad y energía que nunca se detiene.











