Bruselas me recibió con su aire cosmopolita y su mezcla de historia y modernidad. Caminando por sus calles adoquinadas, junto a Nicolás Meritano, un joven argentino con el que compartía este tramo del viaje, buscábamos un buen sitio para comer cuando el destino nos regaló un encuentro inesperado.
Allí, en medio del bullicio de la ciudad, nos cruzamos con Catherina, la recepcionista del hostel, quien estaba celebrando el cumpleaños de su madre, Yaquelina, recién llegada desde La Habana. Decidimos unirnos a la celebración y terminamos en un restaurante árabe, rodeados de aromas especiados y conversaciones animadas. El momento tenía un aire especial, como si todos nos conociéramos de siempre.
Después de la comida, no podía faltar el postre: un auténtico gaufre de Liège, denso, caramelizado y delicioso, que disfrutamos mientras avanzábamos hacia la Place Royale. Allí, el tiempo pareció detenerse por un instante.
Cuando llegamos a Mont des Arts, el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de colores cálidos. Nos sentamos en las escaleras junto a decenas de personas que bebían, reían y disfrutaban de la noche que se asomaba. La atmósfera era vibrante, llena de juventud y vida. Fue entonces cuando Melor Kurdovanidze se unió a nuestro grupo, ampliando aún más la diversidad de nuestro pequeño equipo nómada.
Sin tregua y con la emoción intacta, continuamos nuestra travesía hacia la mítica zona de Delirium, hogar de una de las mejores cervecerías del mundo. El lugar no decepcionó: cientos de opciones de cerveza, un ambiente festivo y la sensación de haber cumplido otro de mis objetivos del Interrail.
Bruselas me había conquistado. No solo por su belleza o su cerveza, sino por esos encuentros fortuitos y la magia de compartir el viaje con almas viajeras