Brasov

Después de un mes recorriendo Europa en mi aventura de Interrail, finalmente llegué a Brașov, en plena primavera, y no pude haber elegido mejor momento. Había partido desde Francia y, tras recorrer seis países, este rincón de Rumanía me recibió con un aire fresco de montaña, calles medievales y un encanto difícil de describir.

Al bajar del tren, lo primero que sentí fue la tranquilidad de la ciudad, rodeada por los Cárpatos, con un cielo azul salpicado de algunas nubes. Caminé hacia el casco antiguo, donde me encontré con la impresionante Piața Sfatului, la plaza central, rodeada de edificios coloridos que parecían sacados de una postal. En el centro, la antigua Casa del Consejo se alzaba con su torre elegante, mientras la gente disfrutaba del sol en las terrazas de los cafés.

No tardé en llegar a la famosa Iglesia Negra, que, con su imponente presencia y su historia marcada por incendios y siglos de resistencia, me dejó sin palabras. Me acerqué para admirar sus muros ennegrecidos por el tiempo y entré para contemplar los detalles góticos y los tapices sajones colgados en su interior.

Desde allí, decidí aventurarme por las calles adoquinadas y llegué a la Calle Sforii, una de las más estrechas de Europa. Apenas cabía entre sus muros, pero cruzarla fue como viajar en el tiempo, imaginando a los guardias medievales que la usaban como pasadizo secreto.

Brașov tenía un ritmo diferente a las grandes capitales que había visitado antes en mi viaje. Aquí, todo parecía más pausado, más acogedor. Subí hasta Tâmpa, la montaña que domina la ciudad, y tras una caminata rodeada de árboles en plena floración, llegué a la cima. Desde allí, la vista era simplemente espectacular: tejados rojizos, torres antiguas y más allá, los bosques infinitos de Transilvania.

Con el atardecer, me senté en una terraza con una cerveza local en la mano, celebrando este mes de viaje. Había recorrido tanto, visto tanto, y sin embargo, Brașov me hacía sentir como si el viaje apenas estuviera comenzando.

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